El mundo actual y la guerra contra el espíritu
No tiene sentido que nos sigamos engañando: Occidente está en guerra. No se trata, desde luego, de un conflicto clásico con bandos bien reconocibles. Y no nos estamos refiriendo a la confrontación entre Occidente y el Islam: una parte importante del Islam desprecia al Occidente ateo y aspira a conquistar su hegemonía, pero no es éste el tema que ahora vamos a tratar. La guerra de la que hablamos es, ante todo, una especie de “guerra civil”. Y una auténtica “guerra contra el espíritu”.
Un enfrentamiento espiritual decisivo se desarrolla ante nuestros ojos en el conjunto de los países occidentales. En este conflicto, luchan dos facciones cada vez más irreconciliables. Por una parte, quienes aún creen en el hombre y en el universo del espíritu: el hombre es, ciertamente, como decía Pascal, una frágil “caña pensante”, pero en su interior alberga una misteriosa grandeza espiritual que puede ser despertada por la luz de la fe, de la metafísica y de la auténtica cultura. Por otra parte, quienes, más pesimistas, consideran que el hombre ya es un “proyecto superado”. Miles de años de civilización no han elevado al hombre por encima de sí mismo. El espectáculo es realmente lamentable: un ser humano prisionero de sus limitaciones biológicas y psíquicas se ve impotente para trascender la cárcel de su propia finitud. En consecuencia, ha llegado la hora de que el ser humano dé el próximo salto evolutivo y haga realidad el sueño nietzscheano del Superhombre.
Peter Sloterdijk, una de las grandes estrellas de la filosofía actual, ha planteado el problema de una manera directa y brutal: en la posmodernidad post-metafísica, el único humanismo posible es un posthumanismo. El hombre constituye un proyecto agotado que ya no puede dar más de sí. La cultura humanista ha demostrado su incapacidad para conjurar la barbarie y cumplir las más legítimas aspiraciones humanas. ¿Religión, filosofía, cultura? Meras ensoñaciones de los ilusos que creyeron en ese concepto evanescente que es el “espíritu”. El futuro está en la biotecnología y en la hibridación entre mente y ordenador, que rediseñarán al hombre liberándolo de sus antiguas servidumbres. La deshumanización del mundo es, por tanto, la condición indispensable para nuestra futura felicidad.
Habermas y los humanistas tardíos protestan contra Sloterdijk y los transhumanistas, pero no ofrecen ninguna alternativa real: dicen creer en el hombre; pero el ser humano en el que creen ha sido privado de su esencial referencia al espíritu, se ha convertido en un simple “hombre horizontal”, habitante de la caverna platónica cuya falta de grandeza, en realidad, da argumentos a los partidarios de Sloterdijk: el Superhombre se presenta como alternativa a la mezquindad pequeño-burguesa del “último hombre”. Por lo tanto, los únicos adversarios serios del nuevo mito posthumanista son los defensores del espíritu: en primer lugar, los hombres que aún creen apasionadamente en Dios, y de manera muy especial los cristianos; y, en segundo lugar, quienes, sin ser formalmente creyentes, conservan el auténtico sentimiento sagrado del mundo.
La doble faz del nihilismo
Podemos entender mejor todas estas consideraciones acudiendo a dos conocidos conceptos de la filosofía de Nietzsche: los de “nihilismo pasivo” y “nihilismo activo”. La posmodernidad tendría precisamente estas dos vertientes. Podríamos hablar de una “posmodernidad pasiva” con una vertiente hedonista (simbolizada por la “Love Parade” que se celebra cada verano en Berlín, y en la que se mezclan a partes iguales la música techno y el desenfreno sexual) y con otra vertiente melancólico-cultural (la del hombre culto posmoderno, que, decadente y alejandrino, contempla el crepúsculo de nuestra civilización y se refugia en una degustación solitaria de la cultura acumulada durante siglos). Pero, por otra parte, existe también una posmodernidad no pasiva, cuyo “nihilismo activo” se esfuerza por derribar los últimos bastiones de la cultura tradicional del espíritu, como paso previo para inaugurar la era posthumanista del Superhombre. Esta posmodernidad activa tendría tres componentes: una vertiente gnóstica (fascinada por el mito cátaro como paradigma del “hombre libre” frente a la “tiniebla teológica”), otra cientifista (el transhumanismo de Marvin Minsky o Ray Kurzweil, que sueña con un ser humano hibridado con las máquinas) y una última sociológica (que lucha por provocar una revolución transgresora ante todo en el plano moral y sexual: como símbolo, el matrimonio homosexual). La estructura y significación de esta “posmodernidad bifronte” resulta evidente: el nihilismo pasivo muestra una civilización occidental sin fe en sí misma y entregada a un narcisismo estéril. El nihilismo activo contempla el creciente caos de una sociedad vulgar y desorientada y, sin intentar ponerle remedio –más bien, al contrario-, nos ofrece una vía de salida: abandonar la decepcionante “era del hombre” y entrar en la prometedora y estimulante “era del superhombre”.
Lógicamente, y como decimos, este nihilismo posmoderno que cultiva la religión del Superhombre independizado de Dios contempla con secreto placer la banalidad de la sociedad contemporánea: ¿vulgaridad televisiva, decadencia del saber, burla de la tradición, guerra de sexos, caos educativo, degradación de la juventud? ¡Tanto mejor! Celebremos la ceremonia de la confusión. Nuestro plan ya está urdido: fomentar el caos para presentar, como salvación, la Gran Tiranía biotecnológica y de la más moderna ingeniería social: un Mundo Feliz a lo Huxley, pero disimulado, maquillado, camuflado, para que no se perciba su profunda inhumanidad y sea más difícil de combatir. Un mundo de hombres mecánicos, espiritualmente vasectomizados, satisfechos con una vida interior de ínfima calidad, encuadrados en unas estructuras sociales estabilizadoras y “racionales”, pero deshumanizantes. Un mundo, por cierto, que ya hoy ha empezado a existir.
Occidente está en guerra, sí: en guerra contra sí mismo. Y, en la medida en que la cultura occidental se ha convertido en una koiné planetaria gracias a los modernos medios de comunicación, esa guerra se extiende hoy por todo nuestro planeta. La alternativa es diáfana: o bien dejar de creer en el hombre y adherirse al caos bienhechor que nos abocará al futuro paraíso posthumanista, o bien convertirse en uno de esos seres extraños que, en una sociedad cada vez más banal, aún creen que en el hombre alienta la presencia de Dios y el soplo sagrado del espíritu. Está en juego ni más ni menos que nuestro futuro: un mundo sin Dios y, en último término, sin auténticos hombres –sustituidos por supuestos “ultrahombres” y por “infrahombres”-, o bien un mundo de hombres que aprenden a serlo de la mano de Dios.
También usted, estimado lector, tiene que elegir.
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